martes, 19 de febrero de 2013

Casi se extinguen otra vez los dinosaurios


Casi se extinguen otra vez los dinosaurios. En los cielos de Rusia hay trazos de vapor y rocas fundidas que lo testimonian. Para el caso de esta débil figura retórica, los dinosaurios vendríamos siendo nosotros, los humanos. Quién sabe si en el ancho futuro nuestros despojos servirán para algo. En una de esas nos volvemos petróleo. En una de esas, apenas simple basura. Polvo cósmico. Eco que se pierde en el espacio.

Mientras eso sucede, otra vez está de moda mirar el firmamento, a la espera de otra roca voladora. Acá no hay astrología que funcione: las predicciones parece que llegan con segundos de anticipación. Como quien dice, “el golpe avisa”. Se nos caerán vidrieras, carteles y murallas. Todo es de sorpresa. Los radares que vigilan los misiles del vecino de más allá también fueron pillados. Aleluya por la tecnología. A ver si ahora atinamos a escudriñar donde corresponde.

En cualquier caso, para extinciones masivas, nos basta y nos sobra con nuestros esfuerzos. Los juguetes nucleares se multiplican, pero ese es el lado espectacular de la compulsión siniestra que nos define como especie. Pero en la trastienda, pequeñas tragedias (que no son pequeñas), definen el día a día.

Y es que es verano acá, en el lado sur del cielo. Y hay humaredas que cercan las ciudades. El menú es simple y amplio. Desde la quema controlada de pastos secos y trigales ya cosechados, hasta el viejo juego de los fósforos en descampado, con niños demasiado entretenidos en ver aviones bombardeando con agua el paisaje en llamas. Hace unos días le tocó a Valparaíso, que a veces parece Patrimonio de la Inhumanidad. Cerca de cien casas quemadas, más de mil personas damnificadas, un drama épico que recorre los cerros de la hermosa ciudad puerto.

El relato del suceso, con el fuego recorriendo las laderas, en boca de sus víctimas, nos revela una especie de infierno itinerante que perseguía a los vecinos de barrio en barrio. El esfuerzo de años, ladrillo a ladrillo, clavo a clavo, convertido en cenizas. Mascotas incineradas, televisores recién comprados, precarios negocios para salir de la pobreza, todo vuelto humo. Una grosera metáfora de la intrínseca fragilidad de los esfuerzos humanos tratando de hacer mejor las cosas.

No deja de ser irónico que, hasta este momento, la causa del incendio esté en las pésimas prácticas de una empresa constructora, que con las chispas de su trabajo mal hecho, inflamó las laderas de este puerto querido. Los que levantan la ciudad, bien pueden destruirnos de un momento al otro.

¿Reconstrucción? Claro que sí. ¿Solidaridad? Mucha, qué duda cabe. Saldremos de esta. Volveremos a poner de pie cada esperanza. Hasta el siguiente incendio. Y es que hace veinte años, el mismo sector de Valparaíso ya había sido arrasado por un evento similar. Y no son pocas las familias que se repiten el amargo trago. Quién sabe si están atrapados en un ciclo de fuego que cada dos décadas aprieta su lazo. Un círculo donde la precariedad y el esfuerzo pulsean por ver quién gana la partida.

Días después del siniestro, los cielos del Sur siguen brumosos, aunque es verano. Nubes y humaredas que no dejan ver las constelaciones. Si: no hay lugar para presagios. Esperemos la próxima estrella fugaz, a ver si esta vez no nos golpea.

Pablo Padilla Rubio

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