Casi se extinguen otra vez los dinosaurios. En los cielos de
Rusia hay trazos de vapor y rocas fundidas que lo testimonian. Para el caso de
esta débil figura retórica, los dinosaurios vendríamos siendo nosotros, los
humanos. Quién sabe si en el ancho futuro nuestros despojos servirán para algo.
En una de esas nos volvemos petróleo. En una de esas, apenas simple basura.
Polvo cósmico. Eco que se pierde en el espacio.
Mientras eso sucede, otra vez está de moda mirar el
firmamento, a la espera de otra roca voladora. Acá no hay astrología que
funcione: las predicciones parece que llegan con segundos de anticipación. Como
quien dice, “el golpe avisa”. Se nos caerán vidrieras, carteles y murallas.
Todo es de sorpresa. Los radares que vigilan los misiles del vecino de más allá
también fueron pillados. Aleluya por la tecnología. A ver si ahora atinamos a
escudriñar donde corresponde.
En cualquier caso, para extinciones masivas, nos basta y nos
sobra con nuestros esfuerzos. Los juguetes nucleares se multiplican, pero ese
es el lado espectacular de la compulsión siniestra que nos define como especie.
Pero en la trastienda, pequeñas tragedias (que no son pequeñas), definen el día
a día.
Y es que es verano acá, en el lado sur del cielo. Y hay
humaredas que cercan las ciudades. El menú es simple y amplio. Desde la quema
controlada de pastos secos y trigales ya cosechados, hasta el viejo juego de
los fósforos en descampado, con niños demasiado entretenidos en ver aviones
bombardeando con agua el paisaje en llamas. Hace unos días le tocó a
Valparaíso, que a veces parece Patrimonio de la Inhumanidad. Cerca de cien
casas quemadas, más de mil personas damnificadas, un drama épico que recorre
los cerros de la hermosa ciudad puerto.
El relato del suceso, con el fuego recorriendo las laderas,
en boca de sus víctimas, nos revela una especie de infierno itinerante que
perseguía a los vecinos de barrio en barrio. El esfuerzo de años, ladrillo a
ladrillo, clavo a clavo, convertido en cenizas. Mascotas incineradas,
televisores recién comprados, precarios negocios para salir de la pobreza, todo
vuelto humo. Una grosera metáfora de la intrínseca fragilidad de los esfuerzos
humanos tratando de hacer mejor las cosas.
No deja de ser irónico que, hasta este momento, la causa del
incendio esté en las pésimas prácticas de una empresa constructora, que con las
chispas de su trabajo mal hecho, inflamó las laderas de este puerto querido.
Los que levantan la ciudad, bien pueden destruirnos de un momento al otro.
¿Reconstrucción? Claro que sí. ¿Solidaridad? Mucha, qué duda
cabe. Saldremos de esta. Volveremos a poner de pie cada esperanza. Hasta el
siguiente incendio. Y es que hace veinte años, el mismo sector de Valparaíso ya
había sido arrasado por un evento similar. Y no son pocas las familias que se
repiten el amargo trago. Quién sabe si están atrapados en un ciclo de fuego que
cada dos décadas aprieta su lazo. Un círculo donde la precariedad y el esfuerzo
pulsean por ver quién gana la partida.
Días después del siniestro, los cielos del Sur siguen
brumosos, aunque es verano. Nubes y humaredas que no dejan ver las
constelaciones. Si: no hay lugar para presagios. Esperemos la próxima estrella
fugaz, a ver si esta vez no nos golpea.
Pablo Padilla Rubio
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