Es septiembre otra vez, y la primavera chilena entra a
raudales en la capital de Chile. Encerrada entre montañas, la ventolera de la
estación se agradece, porque se lleva en algo la bruma persistente del esmog.
Y es que septiembre en estas tierras tiene esa virtud de
traer el cambio de estaciones, y no estamos hablando solo de climas y
nubarrones. No debe ser casualidad que en este mes se concentren fechas
históricas que incluyen masacres varias, independencia nacional, golpes de
estado y la muerte de Pablo Neruda. Todo apretado en un mes voraz y duro, donde
el invierno se resiste a dejarnos y nos ofrece sus últimas garúas y neblinas. Y
la patria se celebra y se emborracha con tenacidad.
Nuestra celebración de este año incluyó un feriado que
partía en tres días formales pero que fácilmente podía llegar a nueve jornadas
de jolgorio.
Y claro: entre tanta celebración y remolienda, las
efemérides se las va llevando el viento y a uno se le olvida ir escribiendo algo
para cada una de ellas. Quizás la más sonada mundialmente sea la del 11 de este
mes. Ya se sabe: Salvador Allende inmolado en la Moneda y Pinochet haciendo su
estreno en la farándula de lo siniestro con sus lentes oscuros y su voz nasal
anunciando El Nuevo Orden.
Si me centro en mis propios recuerdos de esa fecha, la
verdad no es tanto el once mismo lo que recuerdo como los días que siguieron.
Yo tenía ocho años y ya comprendía algo del desastre que caía. Por eso quizás
mi entendimiento de niño se abrió y captó perfectamente las señales de la
historia ante mis ojos. Septiembre de mil novecientos setenta y tres es para mí
los días posteriores. El sobrevuelo día y noche de los helicópteros. El toque
de queda a las tres, a las cinco o a las seis de la tarde. La fábrica a cinco
calles de mi casa donde los obreros resistieron tres o cuatro días, hasta que
el ejército entró con artillería. Los vecinos que celebraron con jarana el
derrocamiento, mientras en mi casa se quemaban credenciales del partido, afiches
comprometedores y se enterraban libros y discos.
Para mi, septiembre del setenta y tres es mucho más que el
once. La vecina enfermera, que volvió a casa una semana después desde el
hospital donde trabajaba. Su delantal bañado en sangre más que seca, abrazando
a su marido en medio de la calle, donde su llegada suspendió el juego de
nosotros, los niños de antaño.
Septiembre del setenta y tres es mucho más que un mes. Mi
padre, (sereno en esos tiempos), le explicó a algunos vecinos pinochetistas lo
que se vendría. Medio año después, cuando ya muchos de ellos habían sido
despedidos de sus trabajos, los brindis por la caída de Allende se habían
extinguido en la noche de otro año, muchos años. Más de uno de esos vecinos,
dignamente, fue a decirle a mi padre que tenía toda la razón, y casi le
pidieron disculpas por haber celebrado junto a nuestra devastación, allí, al
otro lado del muro, en patios contiguos.
Pero septiembre sigue siendo mucho más que una o dos fechas.
Septiembre nos pasa la máquina como si nada. Este septiembre de ahora, con
sobrevuelos de modernas aeronaves para la Parada Militar, con charreteras y
perros adiestrados, no es mejor ni peor que otros septiembres. Nos despeinará y
nos enfriará la piel. Nos ofrecerá su retorcida primavera. Arrastrará papeles y
basuras varias por alamedas que nunca han sido abiertas del todo. Quién sabe si
ahora, en esta noche de septiembre, otros niños tejen sin saber sus propios
recuerdos de cambio de estación. Que así sea no más: que el tiempo cambie, y
nos haga mutar a nosotros, en caída libre hacia el futuro.
Pablo Padilla Rubio
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