A veces el paisaje debe dejar de ser solo paisaje, panorama
para la contemplación sin tema ni palabra. A veces el paisaje debe ser un libro
abierto, un punto de partida para entender algo del mundo en el que nos tocó
nacer y pervivir. A veces el paisaje debe ser para nosotros el botón de muestra
de un pasado dibujado a golpes tectónicos, anuncio del presente y sus
estremecimientos.
Es lo que pienso mientras recorremos la ciudad de Constitución, al sur de Chile, y sus
alrededores. Remecidos alrededores. Hay que recordar que a pocos kilómetros de
ahí fue el epicentro del terremoto del 27 de febrero de 2010. Nuestra
anfitriona en la visita nos cuenta los pormenores del cataclismo, que fue con
sismo y tsunami. Un tren de enormes olas entro a la ciudad a través del río
Maule, arrasó la isla Orrego (ubicada en la desembocadura), recorrió la ciudad
y volvió por el mismo río de regreso al mar, llevándose más de 170 vidas
humanas. El saldo de destrucción, a más de dos años del suceso, aún es visible
y palpable en Constitución.
A ese tipo de paisaje me refiero en primera instancia. Una
pequeña y digna ciudad, que resiste y sobrevive a una catástrofe inimaginable,
y que se las ha arreglado para seguir en pie, rumbo al futuro, cada uno de sus
habitantes enfrascado en su mínima y eterna lucha. Ese paisaje de calles con
olor a madera quemada (de las chimeneas hogareñas) y huevos podridos (de la
planta de celulosa). Ese paisaje de engañosa paz, con infinitos bosques de pino
radiata, que llenan de verde el horizonte y consumen su suelo. Ese paisaje es
el que hay que leerlo. La humanidad es más fuerte de lo que parece. En medio de
lo terrible, son esas personas las que sostienen en sus hombros la historia.
Tanto la historia mayúscula, de libros y noticieros, como la historia mínima,
la da cada día, que es el la base misma de Todas Las Historias.
Pero hay más paisajes que mirar. Saliendo un poco al sur de
Constitución, agrestes playas de arena negra, encerradas entre promontorios de
roca, cuentan su relato silencioso. Y también hay que saber traducirlo, para
saber lo qué nos espera. Y es que, aún antes del desastre del 27 de febrero de
2010, ese mismo paisaje nos mostraba cómo ha sido el pasado ni tan lejano, el
origen de esta geografía. Las arenas negras nos hablan de volcanes que
cubrieron en sucesivas erupciones toda la zona. Volcanes que, a lo lejos,
siguen vigilando el transcurso de sus tiempos. Lentos y poderosos.
Y los promontorios de piedra que dominan el litoral, son un
muestrario de la danza de las placas de la tierra. Con sus capas geológicas a
la vista, y viradas desde lo horizontal hacia lo vertical, explican mejor que
cualquier libro de texto cómo una sección del suelo del Pacífico se va
internando en Sudamérica desde hace millones de años hasta hoy, y más allá.
A veces el paisaje habla sólo, el paisaje habla en silencio,
el paisaje se deja ver y espera que, entre el helado viento sur y el movimiento
de las mareas, entendamos que nada de lo que vemos está definido y eternizado.
El paisaje es un movimiento pausado y sin freno. EL paisaje de hoy puede no ser
el mismo de mañana.
La mencionada isla
Orrego fue reducida a un tercio de su tamaño en cosa de minutos. Y sus arenas
negras, donde antes veraneaban cientos de bañistas, se dejaron llevar por las
olas del tsunami y luego se embancaron unos cientos de metros hacia el oeste,
cambiando la configuración del Maule en su salida al Pacífico. Y los muertos,
alegres nombres del fin del verano, se fueron también para no volver. Y ellos
son, ahora también, parte de un paisaje, el paisaje del dolor y la ausencia. El
paisaje de lo humano. Siempre en movimiento. Siempre aferrado a vivir y vivir y
vivir.
Pablo Padilla Rubio
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