martes, 22 de enero de 2013

La constitución del paisaje (o El Paisaje de Constitución)


A veces el paisaje debe dejar de ser solo paisaje, panorama para la contemplación sin tema ni palabra. A veces el paisaje debe ser un libro abierto, un punto de partida para entender algo del mundo en el que nos tocó nacer y pervivir. A veces el paisaje debe ser para nosotros el botón de muestra de un pasado dibujado a golpes tectónicos, anuncio del presente y sus estremecimientos.

Es lo que pienso mientras recorremos la ciudad  de Constitución, al sur de Chile, y sus alrededores. Remecidos alrededores. Hay que recordar que a pocos kilómetros de ahí fue el epicentro del terremoto del 27 de febrero de 2010. Nuestra anfitriona en la visita nos cuenta los pormenores del cataclismo, que fue con sismo y tsunami. Un tren de enormes olas entro a la ciudad a través del río Maule, arrasó la isla Orrego (ubicada en la desembocadura), recorrió la ciudad y volvió por el mismo río de regreso al mar, llevándose más de 170 vidas humanas. El saldo de destrucción, a más de dos años del suceso, aún es visible y palpable en Constitución.

A ese tipo de paisaje me refiero en primera instancia. Una pequeña y digna ciudad, que resiste y sobrevive a una catástrofe inimaginable, y que se las ha arreglado para seguir en pie, rumbo al futuro, cada uno de sus habitantes enfrascado en su mínima y eterna lucha. Ese paisaje de calles con olor a madera quemada (de las chimeneas hogareñas) y huevos podridos (de la planta de celulosa). Ese paisaje de engañosa paz, con infinitos bosques de pino radiata, que llenan de verde el horizonte y consumen su suelo. Ese paisaje es el que hay que leerlo. La humanidad es más fuerte de lo que parece. En medio de lo terrible, son esas personas las que sostienen en sus hombros la historia. Tanto la historia mayúscula, de libros y noticieros, como la historia mínima, la da cada día, que es el la base misma de Todas Las Historias.

Pero hay más paisajes que mirar. Saliendo un poco al sur de Constitución, agrestes playas de arena negra, encerradas entre promontorios de roca, cuentan su relato silencioso. Y también hay que saber traducirlo, para saber lo qué nos espera. Y es que, aún antes del desastre del 27 de febrero de 2010, ese mismo paisaje nos mostraba cómo ha sido el pasado ni tan lejano, el origen de esta geografía. Las arenas negras nos hablan de volcanes que cubrieron en sucesivas erupciones toda la zona. Volcanes que, a lo lejos, siguen vigilando el transcurso de sus tiempos. Lentos y poderosos.

Y los promontorios de piedra que dominan el litoral, son un muestrario de la danza de las placas de la tierra. Con sus capas geológicas a la vista, y viradas desde lo horizontal hacia lo vertical, explican mejor que cualquier libro de texto cómo una sección del suelo del Pacífico se va internando en Sudamérica desde hace millones de años hasta hoy, y más allá.

A veces el paisaje habla sólo, el paisaje habla en silencio, el paisaje se deja ver y espera que, entre el helado viento sur y el movimiento de las mareas, entendamos que nada de lo que vemos está definido y eternizado. El paisaje es un movimiento pausado y sin freno. EL paisaje de hoy puede no ser el mismo de mañana.

La mencionada isla Orrego fue reducida a un tercio de su tamaño en cosa de minutos. Y sus arenas negras, donde antes veraneaban cientos de bañistas, se dejaron llevar por las olas del tsunami y luego se embancaron unos cientos de metros hacia el oeste, cambiando la configuración del Maule en su salida al Pacífico. Y los muertos, alegres nombres del fin del verano, se fueron también para no volver. Y ellos son, ahora también, parte de un paisaje, el paisaje del dolor y la ausencia. El paisaje de lo humano. Siempre en movimiento. Siempre aferrado a vivir y vivir y vivir.


Pablo Padilla Rubio







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