martes, 22 de enero de 2013

Música de casino


Mi pregunta del millón aquella noche era ¿qué hacíamos entrando al Casino de Iquique? Misterio, puro misterio. Nunca he sido cercano a las hordas ludópatas, los adictos al juego que hacen cola frente a la venta de loterías y pollas varias. Jamás he centrado ni media aspiración a poder atinarle a tres, seis, quince o mil números de algún sorteo.

Pero bien: allí estaba, pagando los quinientos pesos de entrada. Afuera, la oscuridad era todo lo tibia que debe ser una noche del norte chileno. El mar plácido invitaba a conversar en las arenas, disfrutando ese aire provinciano que Santiago se empeña en desmoronar.

La serenidad de afuera no cruza las puertas. Adentro reina un reconcentrado fervor humano por ganar algo, poquito, nada. La primera imagen de eso es la de un par de ancianas que, con la vista fija en su respectiva máquina, metían una moneda tras otra, para luego apretar los botones de apuesta. Les dio lo mismo que me quedase un buen par de minutos mirando sus maniobras. Claramente había saldo en contra: eran más las monedas que entraban que las que salían. Su mirada revelaba una sedienta ansiedad por recuperar lo gastado, volver la cuenta atrás y saldar la deuda del minuto anterior. El tiempo aún es dinero, y viceversa. Las ancianas no abandonaban su misión de perdedoras.

Mientras caminaba hacia las cajas para cambiar algunas monedas y sumarme al jugueteo desatado, una sensación extraña empezó a invadir mis oídos. Avanzando entre hileras de tragamonedas me sentía en medio de un “paisaje sonoro”, como si el nombre de esta sección se hiciera real. Cada aparato, al funcionar iba emitiendo su sonido: campanillas, pitos, señales sonoras que acompañaban el ritual de la pérdida y la ganancia. A eso se sumaba el tintineo de las monedas en juego. Y las voces humanas, exclamaciones y una que otra carcajada. Garzonas pasaban repartiendo trago. Encendedores disparaban su llamarada hacia un cigarro tembloroso.

La suma de todos los sonidos engendraba un campo sonoro que, en algún momento casi epifánico, se abrochaba en un concepto claramente musical. El panorama tomaba un sentido voraz y atrapador, como si un extraviado director musical ordenara la secuencia acústica para producir un sopor medio perverso, por el cual te movías dilapidando tu dinero. Arpegios llenos de billetes, fichas sónicas que se dejaban atrapar por un crupier impasible, una ruleta acústica con una bolita siempre disonante. Y las máquinas, las perfectas máquinas que, sinfónicamente, tragaban y tragaban sin cesar, con miradas sostenidas y bemoles de desilusión.

Lo más parecido a eso que he escuchado es el primer tema del disco “Air Structures” de Brian Eno y Robert Fripp. ¿Será casualidad? De hecho, ahora en mis fonos suena esa obra, y en algo revivo la impresión de aquella noche.

El espectáculo se completaba viendo las caras de todos esos enfermos que, conmigo, se entregaban en las cajas a cambiar sus billetes, a tirar con angustia cheques, tarjetas de crédito, lo que fuera, con tal de seguir en juego.

En mi caso, la diversión fue de solo un par de horas, apenas unas lucas miserables que se multiplicaban y luego se achicaban varias veces. Mientras, las viejitas y toda clase de personas, seguían obnubiladas entregando su corto futuro a la máquina. Yo me decidí a no salir en pelota del lugar. Así, en una de las vueltas de auge y caída del capital inicial, cuando no hubo ni ganancia ni pérdida, y el empate monetario era perfecto, sólo entonces llegó la hora de partir.

Afuera, la noche seguía tibia y lenta, casi aburrida. El olor del mar ahora era tapado por una tremenda fetidez que parecía recordar que estábamos en un lugar lleno de humanos. Los conscriptos de franco trataban de engatusar a unas chicas casi tímidas. Ellas huían por los prados municipales, no con mucho entusiasmo.

Allí atrás, a mis espaldas, el recinto del casino aún tenía para rato de su adictiva función. Caminados un par de paso lejos de él, el paisaje sonoro interior se diluía en vientos suaves, sirenas y risas de peatones que se van hacia otro horizonte.


Pablo Padilla Rubio





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