Mi pregunta del millón
aquella noche era ¿qué hacíamos entrando al Casino de Iquique? Misterio, puro
misterio. Nunca he sido cercano a las hordas ludópatas, los adictos al juego
que hacen cola frente a la venta de loterías y pollas varias. Jamás he centrado
ni media aspiración a poder atinarle a tres, seis, quince o mil números de
algún sorteo.
Pero bien: allí estaba,
pagando los quinientos pesos de entrada. Afuera, la oscuridad era todo lo tibia
que debe ser una noche del norte chileno. El mar plácido invitaba a conversar
en las arenas, disfrutando ese aire provinciano que Santiago se empeña en
desmoronar.
La serenidad de afuera no
cruza las puertas. Adentro reina un reconcentrado fervor humano por ganar algo,
poquito, nada. La primera imagen de eso es la de un par de ancianas que, con la
vista fija en su respectiva máquina, metían una moneda tras otra, para luego
apretar los botones de apuesta. Les dio lo mismo que me quedase un buen par de
minutos mirando sus maniobras. Claramente había saldo en contra: eran más las
monedas que entraban que las que salían. Su mirada revelaba una sedienta
ansiedad por recuperar lo gastado, volver la cuenta atrás y saldar la deuda del
minuto anterior. El tiempo aún es dinero, y viceversa. Las ancianas no
abandonaban su misión de perdedoras.
Mientras caminaba hacia
las cajas para cambiar algunas monedas y sumarme al jugueteo desatado, una
sensación extraña empezó a invadir mis oídos. Avanzando entre hileras de
tragamonedas me sentía en medio de un “paisaje sonoro”, como si el nombre de
esta sección se hiciera real. Cada aparato, al funcionar iba emitiendo su
sonido: campanillas, pitos, señales sonoras que acompañaban el ritual de la
pérdida y la ganancia. A eso se sumaba el tintineo de las monedas en juego. Y
las voces humanas, exclamaciones y una que otra carcajada. Garzonas pasaban
repartiendo trago. Encendedores disparaban su llamarada hacia un cigarro
tembloroso.
La suma de todos los
sonidos engendraba un campo sonoro que, en algún momento casi epifánico, se
abrochaba en un concepto claramente musical. El panorama tomaba un sentido
voraz y atrapador, como si un extraviado director musical ordenara la secuencia
acústica para producir un sopor medio perverso, por el cual te movías
dilapidando tu dinero. Arpegios llenos de billetes, fichas sónicas que se
dejaban atrapar por un crupier impasible, una ruleta acústica con una bolita
siempre disonante. Y las máquinas, las perfectas máquinas que, sinfónicamente,
tragaban y tragaban sin cesar, con miradas sostenidas y bemoles de desilusión.
Lo más parecido a eso que
he escuchado es el primer tema del disco “Air Structures” de Brian Eno y Robert
Fripp. ¿Será casualidad? De hecho, ahora en mis fonos suena esa obra, y en algo
revivo la impresión de aquella noche.
El espectáculo se
completaba viendo las caras de todos esos enfermos que, conmigo, se entregaban
en las cajas a cambiar sus billetes, a tirar con angustia cheques, tarjetas de
crédito, lo que fuera, con tal de seguir en juego.
En mi caso, la diversión
fue de solo un par de horas, apenas unas lucas miserables que se multiplicaban
y luego se achicaban varias veces. Mientras, las viejitas y toda clase de
personas, seguían obnubiladas entregando su corto futuro a la máquina. Yo me
decidí a no salir en pelota del lugar. Así, en una de las vueltas de auge y
caída del capital inicial, cuando no hubo ni ganancia ni pérdida, y el empate
monetario era perfecto, sólo entonces llegó la hora de partir.
Afuera, la noche seguía
tibia y lenta, casi aburrida. El olor del mar ahora era tapado por una tremenda
fetidez que parecía recordar que estábamos en un lugar lleno de humanos. Los
conscriptos de franco trataban de engatusar a unas chicas casi tímidas. Ellas
huían por los prados municipales, no con mucho entusiasmo.
Allí atrás, a mis
espaldas, el recinto del casino aún tenía para rato de su adictiva función.
Caminados un par de paso lejos de él, el paisaje sonoro interior se diluía en
vientos suaves, sirenas y risas de peatones que se van hacia otro horizonte.
Pablo Padilla Rubio
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